RECONOCER LA SUPREMACÍA DE LO INVISIBLE COMO UN CAMINO DE INVESTIGACIÓN DE LA ESENCIA DE LAS COSAS.
Intentaremos aquí exponer la primacía de lo invisible y revaluar aquello que no percibimos por nuestros sentidos ordinarios y que se escapa de la densidad material a la que estamos acostumbrados. En esta supremacía de lo invisible se encuentran y coinciden de alguna forma la ciencia, la filosofía y el misticismo. En el caso de la ciencia, cabe puntualizar, esto sólo se da en un aspecto cuantitativo, en el caso de la materia oscura: un misterioso tipo de materia invisible más abundante que la materia común en el universo; pero no ciertamente desde el paradigma dentro del que opera, en el cual predomina la determinación de estudiar y reducir los fenómenos solamente a sus componentes materiales, argumentando que lo que no se puede observar con los aparatos y la metodología científica no puede existir.
Pero acaso la ciencia olvida que la forma y el lugar desde el cual formulamos la pregunta delimita la respuesta que podemos recibir. Haremos aquí entonces un recorrido desde otro lugar más cercano a la poesía y a la filosofía que, en cambio, se deleitan en lo misterioso, a la manera de una pequeña antología a favor de lo invisible; una invitación a mirar hacia aquello que permanece oculto, que no se revela, que seduce en silencio y que pide de nosotros la sutileza de ver más allá de las apariencias.
Con el término “invisible” aquí nos referimos no sólo a cuerpos sutiles o entidades numinosas que yacen en una banda elusiva del espectro de la percepción, nos referimos también a las ideas, pensamientos, emociones, valores, arquetipos y la suma de las partes que conforman unidades a las cuales llamamos la esencia de las cosas, la personalidad o el espíritu y que nunca se muestran de manera explícita y exhaustiva en la materia visible, sino que solamente se manifiestan a través de ella –que la utiliza como se usa un vehículo, como algo que irradia o que refulge pero que se retira igualmente de nuestra percepción, nunca permaneciendo como algo que ha sido enteramente revelado. Siempre, como escribió Saint-Exupéry, “lo esencial es invisible a los ojos”. Siempre en el mundo de la conciencia existe una relación metafísica con la realidad, siempre se tienden puentes invisibles para poder relacionarnos con las cosas al nivel de la experiencia y la memoria.
Ya sea que tomemos la postura platónica de la naturaleza o la postura aristotélica, la esencia al final de cuentas es invisible y superior a lo visible. Para Platón, lo equivalente a lo que aquí llamamos esencia no está circunscrito a los cuerpos, sino que los cuerpos son imágenes de formas o ideas universales, modelos o copias que han sido moldeados por las energías de la inteligencia, ya sea del individuo (como alma racional) o del cosmos mismo (como animal divino), en su movimiento bajo las leyes y los arquetipos matemáticos que existen sub specie aeternitatis, inmutables más allá del tiempo. En la filosofía de Platón la superioridad del alma sobre el cuerpo hace de la misma manera que lo invisible sea superior a lo visible, siendo que, como explica en la alegoría de la cueva, lo que pensamos que es real y luminoso es sólo una sombra de la verdadera luz y realidad, la cual está más allá de los cuerpos y los sentidos materiales. La labor del ser humano en este mundo, entonces, es abrir el ojo espiritual para ver las formas universales y recordar lo que el alma ha presenciado en el cielo o en el mundo de las ideas, ver, por ejemplo, en una flor no ya sólo la belleza de esa flor en particular, sino servirse del color y la forma de esta flor para percibir la invisible belleza que existe en todas las flores y en todas las cosas bellas, una especie de esencia o alma universal que se transparenta. La función de lo material es únicamente llevarnos a lo espiritual; de lo visible, llevarnos hacia lo invisible. En un sentido ciertamente místico, dice Platón en Las Leyes: “Todos los hombres perciben el cuerpo del Sol, pero ninguno su alma”. Percibir el alma del Sol es el fruto radiante de la percepción y del trabajo filosófico, como para Einstein la física era el medio para el supremo deseo de conocer “los pensamientos de Dios”, aquello que yace detrás del tejido del espacio-tiempo.
A diferencia de Platón, Aristóteles creía que la esencia estaba unida al cuerpo (en Platón el alma sólo desciende parcialmente); pero esta esencia, a la cual llama también alma, es superior al cuerpo en tanto a que es su causa formal, eficiente y final. Si bien en Aristóteles el alma tiene una sustancia material, no puede reducirse solamente a su forma, sino que es su actualidad. Y, aunque el alma para este filósofo no puede separarse del cuerpo, el alma no es un cuerpo como tal y por lo tanto no es algo que podamos llamar visible. De alguna manera, Aristóteles concibe al alma como una fuerza vital, literalmente lo que anima a un cuerpo, a veces asociado con el corazón.
Si lo anterior es un poco confuso, todo lo más si consideramos que Aristóteles argumenta en su tratado sobre el alma De Anima iii 5 que el intelecto activo (nous poiêtikos) tiene una existencia inmortal separada del cuerpo. Dice ahí que “la mente existe llegando a ser todas las cosas y un tipo de mente existe produciendo todas las cosas, como un efecto positivo, igual que la luz. Puesto que en cierta forma, la luz hace que los colores que existen en potencia se vuelvan colores en actualidad”. Y esta mente se separa del cuerpo y “solo ésta es como es, y solo ésta es inmortal y eterna”. El anterior pasaje es uno de los más controversiales y algunos han querido interpretar que Aristóteles no habla de la mente del individuo sino de una mente universal divina que sería lo que permite establecer la facultad intelectual en el individuo.
Habiendo repasado estas dos grandes corrientes originarias de la filosofía occidental, consideremos el lugar de lo invisible en la física moderna. Actualmente se piensa que la materia oscura constituye 85% de la masa total del universo y aunque sólo podemos observar esta sustancia invisible a través de su interacción con la fuerza de la gravedad, se cree que es una especie de sustancia o estructura de cohesión sobre la que las galaxias se integran. Algunos científicos recientemente han teorizado que la materia oscura es responsable de los ciclos de extinción de 26 millones de años que, por ejemplo, han borrado de la faz de la Tierra a los dinosaurios, esto a través de una atracción gravitacional que puede desviar cometas de sus órbitas. Así la materia oscura, dentro de su invisibilidad, podría estar ejerciendo toda una serie de importantes efectos que apenas estamos descubriendo.
La influencia y potestad de lo invisible sobre lo visible nos provoca temor e incomodidad, psicológicamente hemos aprendido a rechazar la incertidumbre y a suprimir lo que no podemos explicar. Ya lo dice el Libro 4 del Corpus Hermeticum: “las cosas visibles nos deleitan, pero las invisibles producen desconfianza”. Esto, como hemos visto, es la ilusión fundamental de la materia, la seducción del maia, que nos hace cautivarnos en las formas físicas, en la celada (y en la celda) de los sentidos y dejar a un lado la naturaleza esencial. Hace unos 2 mil 500 años Heráclito había advertido que “la naturaleza ama ocultarse” y por lo tanto si queremos acceder al conocimiento verdadero debemos de ir más allá de lo aparente, hacia lo oculto. Es por esto que tenemos toda una tradición filosófica que llamamos ocultismo, ciertamente despreciada en la actualidad pero que tiene una razón de ser que se apuntala en este valor esencial de que existen cosas que van más allá de nuestras facultades sensibles y que se debe cultivar una percepción y un entendimiento de lo oculto si se quiere tener una visión completa del mundo.
En su poema “La rima del antiguo marinero”, Samuel Taylor Cooleridge elije el siguiente epígrafe del texto Archaeologiae Philosophicae (1692):
Sin temor a equivocarme creo que existen más naturalezas invisibles que visibles en el universo. ¿Pero quien nos explicara la familia de estos seres, sus jerarquías, sus relaciones y características y funciones distintivas? ¿Qué hacen? ¿Qué lugares habitan? La mente humana siempre ha buscado saber estas cosas, pero nunca lo ha logrado. Sin embargo, no niego la utilidad de contemplar en la mente, por momentos, como en una tabla, la imagen de un mundo superior, para que así el intelecto, habituado a las pequeñas cosas de la vida, no se estreche y hunda en pequeños y triviales pensamientos cotidianos.
Existe cierto paralelo en esta enunciación de un enorme universo invisible con la moderna concepción de la materia oscura. Y de la misma forma un esfuerzo no del todo fructífero por hacer una cartografía y una clasificación de lo invisible, la cual tiene la enorme dificultad quizás de que pretende definir y fijar en la limitada red de la lógica humana a entidades o “naturalezas” superiores a la inteligencia humana, y por lo tanto posiblemente incognosibles en su totalidad, desde nuestra particularidad. Como dice el filósofo Manly. P Hall, “lo visible en realidad es apenas una parte pequeña de la naturaleza” y “la vida invisible debe de ser superior a su vehículo de manifestación”, por lo que podríamos entender que es poco razonable pedirle al alma o a cierto espíritu o divinidad que se manifieste según los términos del cuerpo y el paradigma del materialismo.
El místico cristiano neoplatónico Dionisio Aeropagita expresa con fervor religioso este límite con el cual se encuentra el hombre cuando quiere conocer los mundos superiores divinos. La misma paradoja de que lo que para nosotros parece ser lo real, verdadero y luminoso podría y de hecho debería de ser lo ilusorio, erróneo y sombrío desde una perspectiva más alta y es por esto que Dionisio, siguiendo una teología negativa o apofática, habla de la divinidad como una oscuridad, como un abismo, como una ignorancia: “Oramos para que podamos entrar en la Oscuridad Radiante, y a través de la ceguera y la ignorancia podamos ver que esta ceguera y esta ignorancia están por encima de la vista y el conocimiento”. Y en otra parte:
La Oscuridad Divina es la luz inaccesible en la que se dice que Dios mora. En esta oscuridad, invisible debido a su brillo insuperable e insondable debido a la abundancia de sus torrentes supernaturales de luz, todos los que entren son considerados dignos de conocer a Dios: y por el hecho mismo de no ver y no saber, están verdaderamente en Él quien está por encima de toda vista y conocimiento.
En otras palabras, es necesario dejar de ver este mundo, trascender la materia visible, para acceder a la luz divina, ubicua, absoluta. Como escribió T. S. Elliot:
Luz, Luz, el recuerdo visible de la Luz Invisible…
¡Oh Luz Invisible, te alabamos! Demasiado brillante para los ojos mortales.
Sir Thomas Browne escribió: “la vida es una llama pura y vivimos por un sol invisible en nuestro interior”. El alquimista suizo Paracelso distinguió entre tres soles: el sol físico que nutre el cuerpo, el sol psíquico que nutre el alma, y el sol espiritual que nutre el espíritu. Marsilio Ficino escribe en su comentario a El banquete de Platon:
en verdad [que el ojo] no ve otra cosa que la luz aunque parezca que ve varias cosas; porque la luz que en él se infunde está ornada de varias formas de cuerpos. El ojo ve esta luz, en cuanto se refleja en los cuerpos; pero en su fuente no la puede comprender… Así pues, entendemos todas las cosas por la luz de Dios; pero esa pura luz en su propia fuente no la podemos comprender.
Más allá de que estemos inclinados al misticismo o no, e incluso si tenemos un cierto rechazo a lo religioso, el deber de toda persona que se interesa por el conocimiento de la realidad y la naturaleza es profundizar, ir más allá de la superficie y de las apariencias, lo cual necesariamente nos lleva hacia lo invisible. “El hombre es un río cuya fuente es invisible”, escribe Emerson. “Nuestro ser desciende a nosotros de no sabemos dónde”. Es nuestro deber como seres animados en el misterio rastrear ese origen y seguir ese cauce secreto hacia su raíz. En esto estaremos manifestando la curiosidad, el asombro esencial que constituye el origen mismo de la filosofía y el impulso fundamental del hombre como explorador del cosmos. Escribe Federico González Frías:
Lo invisible es lo más atractivo. Lo que casi no existe, lo tenue, lo fugaz, lo delicado, lo más pequeño de todo, es lo más bello y lo más difícil de obtener; lo más escaso. Los entendidos son capaces de dar su fortuna por eso. Siendo así, es lógico pensar que aquello es lo que más cuesta. Tan increíblemente maravilloso como único; la gente realmente ambiciosa es lo que pretende. Sin duda lo mejor, si supiéramos qué es lo verdaderamente conveniente; resulta mucho más raro, cuando sabemos que lo hemos tenido desde siempre.
Pobre es el que se conforma con el reino de lo visible, con la posesión de lo que puede tocar puesto que sólo invisible y lo inmaterial perduran. Como nos diría el budismo, sólo el vacío es real. Pese a todo el ruido del mundo, al final siempre el silencio vencerá.
El llamado de lo invisible es un llamado hacia las cuevas del ser, por las joyas metafísicas de la naturaleza, hacia una necesaria alquimia psicológica. De la misma manera Jung nos exhorta a hacer consciente lo inconsciente para liberarnos de una tiranía invisible, dejando surgir en nosotros los arquetipos como llaves que revelan el enigma de nuestra identidad con el universo.
En este caso, podemos entender este aspecto no tanto como la necesidad de enfrentar al dragón de nuestra mente y cortarle la cabeza, sino como la identificación de nuestro ser con esa profundidad inconmensurable, como perderle la desconfianza a lo invisible y situarnos de manera relajada en las hondonadas de la “oscuridad radiante”, serenos ante las grandes energías cósmicas que no podemos ver y menos controlar, entre los ángeles y demonios, sabiendo que son más grandes que nosotros, pero que no nos son ajenos puesto que compartimos una misma raíz invisible.
Fuente: PIJAMASURF.COM
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