Hasta la edad de siete años, los niños están muy conectados con las emociones y los estados de ánimo de su madre, como si aún se hallaran unidos a ella por un cordón umbilical invisible.
No en vano, la madre lo ha gestado en su interior durante nueve meses a la par que se ha establecido entre ambos una relación más amplia que la mera realidad biológica.
Y es que entre madre e hijo fluye información a niveles de percepción muy sutiles. Esta relación se entabla en un plano psíquico más allá del mundo fenoménico y, aún más fuerte si cabe cuando no existe figura paterna, se rompe cuando el pequeño alcanza los siete años. El hijo es más consciente de esto que la propia madre.
Esta realidad se encuentra asentada en el inconsciente colectivo. Por ello, muchas culturas practican un rito de iniciación a esa edad. Sin ir más lejos, ese solía ser, hasta no hace mucho, el momento de tomar la Primera Comunión. Así, los espartanos separaban a los niños de sus madres cuando éstos cumplían siete años para formarlos en el servicio al Estado.
Vale la pena aprovechar ese vínculo primigenio para transmitir al niño o niña mucha alegría, serenidad y paz interior. De ahí la importancia que la madre esté lo más equilibrada y consciente posible.
De no ser así, no hay que olvidar que un hijo viene al mundo principalmente a enseñar algo a sus padres, a ayudarlos en su evolución interior, a señalarles aspectos de sus vidas que ignoraban. Pocos progenitores tienen esto en cuenta. Y deberían.
Fuente: LA CIUDAD VIRTUAL DE LA GRAN HERMANDAD BLANCA.
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