Ante cualquier cosa que ocurre, espero lo peor. Después descubro que exageré, pero sigo sin aprender. Ante una nueva situación, mis pensamientos siguen siendo negativos.
Traté de encender la luz del comedor y nada. El interruptor no respondía. Por suerte vivo en un edificio con servicio de mantenimiento, así que casi enseguida tuve ayuda para obtener el mismo resultado: el interruptor no responde.
Hacer un compost es más fácil que tirar la basura
“Va a tener que llamar a un electricista, señora. Me parece que esto es complicado. Posiblemente haya que romper el techo porque parece que esa lámpara fue instalada sin seguir los códigos y sin permisos municipales”. Vivo en un país en el que para todo cambio hace falta pedir permiso.
No dormí en toda la noche. En mi cabeza charlaba conmigo: “romper el techo va a salir carísimo, más las multas por no haber pedido los permisos. Por qué fui tan tonta de no hacerlo como correspondía, cómo vamos a pagar todo eso, el departamento está hipotecado, seguro que el banco nos lo saca cuando no podamos pagar la cuota, los chicos se van a tener que cambiar de colegio, qué vamos a comer, cómo vamos a hacer”.
La mañana llegó y la única imagen que yo veía era la de una familia quebrada y hundida. De nada sirve contarles que llegó el electricista, tocó dos cables, dijo dos pavadas y la luz volvió. Se había mojado un enchufe. Nada más.
Y por eso perdí una noche de sueño y me llené de angustia. Mi imaginación cuando estoy preocupada es mi peor aliada. No puedo evitar llegar siempre a escenarios tremendos, incluso partiendo de una pavada. Es la parte de mí que menos me gusta y que más me hace daño. Quiero dejar de preocuparme tanto. En general, con todo y con todos. No puede ser que una pelea con mi marido me lleve a imaginarme en la corte ni que un llanto de mis hijos me convenza de que soy un desastre como madre. ¿A alguna de ustedes también les pasa? Si es así, un poco menos de novela debería ser nuestro objetivo.
Fuente: DISNEY BABBLE.
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