Durante generaciones, las mujeres éramos, ante todo, madres. Esa era nuestra máxima identidad social y por ella éramos valoradas.
¿Y eso era bueno o malo?
Eso no garantizaba a los hijos ser mejor criados: más amados ni protegidos.
¿Y hoy ya no son madres ante todo?
Hoy se valora sobre todo el papel que representamos en la esfera de lo público. Por eso, las madres sólo sentimos que “somos” si trabajamos: si somos autónomas económicamente y realizamos nuestros intereses.
Tiene su lógica.
Pero entonces entramos en contradicción con la función materna, relegada al ámbito de lo privado: silenciosa e invisible. Así que tendremos que conseguir que la función materna no entre en contradicción con las demás. Pero es complicado asumir ambas.
Si te organizas hay tiempo para todo.
No pensemos sólo como adultos. Pongámonos en la piel del niño totalmente dependiente de los cuidados maternos: su nivel de soledad y aislamiento, si su madre no le da la atención que necesita, es inmenso.
Para algo están las guarderías.
Están bien para atender a los niños cuando las madres trabajan. Pero en ellas los niños no están conectados “fusionalmente” con sus cuidadoras. Y los hijos necesitan –al final del día– entrar en contacto profundo y amoroso con su madre, siempre y cuando esta sea capaz de conectar consigo misma emocionalmente y, por tanto, con el niño.
madre
Además tenemos bajas maternales, subsidios, ayudas… (o al menos teníamos).
Y ayudan. Pero, cuando criamos niños, estamos muy solas. E invisibles a ojos de los demás. Por eso, nos resulta más fácil regresar al trabajo, donde somos reconocidas.
Y no las culpo por ello.
Ni yo. Es normal. Hemos perdido la tribu, la familia extendida, las comadres, las vecinas. Estamos encerrados en pisos acompañadas por la televisión, el móvil y el ordenador. Debemos espabilarnos para estar junto a otras mujeres y hombres que quieran acompañarnos en la rutina con nuestros niños.
Debe ser duro no encontrar a tu madre aunque la tengas cerca.
Dura es la vida de los niños. Y la que nosotros mismos hemos vivido siendo niños, aunque no tengamos ninguna conciencia de ello. La mayoría hemos crecido sintiendo que el mundo de los adultos estaba muy lejos de nuestro mundo emocional. Con miedos que nadie ha aplacado. Con llantos que nadie ha calmado.
Lo pasado, pasado está.
Pero ahora es urgente que tengamos conciencia de cual fue nuestra realidad afectiva de niños. Si contactamos con lo que realmente nos sucedió, comprenderemos por qué nos resulta tan arduo permanecer con nuestros hijos pequeños: sencillamente, porque los niños nos obligan al contacto emocional íntimo. Y eso duele, porque resuena en nuestros sufrimientos infantiles.
¿No es usted muy categórica?
Sí, lo soy. Después de treinta años de trabajar con cientos de familias, aparece una evidencia: cuanto más desamparados estuvimos de niños, más nos hemos construido un personaje para sobrevivir. Y no estamos dispuestos a abandonarlo.
Tal vez porque nos sigue protegiendo.
Pero nos hace estar más atentos de salvarnos nosotros que de salvar al niño. Ese es el motivo por el que esperamos que los niños respondan a las necesidades de los adultos, y no al revés. Es hora de comprender a nuestro niño interno para ser capaces de acercarnos a quienes son niños hoy.
¿No mimamos a los niños demasiado?
Hoy los compensamos con objetos de consumo, pero si cuando la criatura esperó a su madre todo el día y, cuando finalmente llega, tampoco está toda ella con el alma puesta allí, le resulta enloquecedor.
¿Antes era mejor?
Tendríamos que acordar a qué nos referimos cuando decimos “antes”. Hace una o dos generaciones seguramente no era mejor. Somos hijos y nietos de madres reprimidas y sometidas, a nivel sexual, económico, social. Muchos de nosotros hemos sufrido las descargas maternas de tanta frustración.
¿Qué propone?
Que nos miremos hacia adentro. Que busquemos mecanismos para conocernos mejor, que seamos más conscientes de nuestras realidades emocionales. Y si devenimos madres, pidamos ayuda y compañía para ofrecer nuestros cuerpos y nuestros corazones abiertos a los niños pequeños.
¿De qué depende?
De la decisión consciente de ofrecer a nuestros hijos incluso aquello que no hemos recibido. Si descubrimos el nivel de desamparo del que provenimos, al menos sabremos con qué contamos y con qué no. En lugar de juzgar cómo deberían ser las cosas, o cómo debería portarse el niño, escuchémosle y tengamos en cuenta lo que nos quiere decir.
¿Cómo?
¿Cómo cortar el encadenamiento de desamparos? Con conciencia. Hay muchos sistemas de indagación personal. Yo he ido perfeccionando a lo largo de los años: la “construcción de la biografía humana” con la que intento dilucidar la distancia que hay entre lo que creo que me ha sucedido y lo que sucedió en verdad en la trama familiar.
Ustedes a ganar dinero con la terapia.
Le aseguro que se gasta mucho más en cosas menos necesarias.
Fuente: LA CIUDAD VIRTUAL DE LA GRAN HERMANDAD BLANCA.
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